El triste desempeño de la actual Selección de fútbol, demuestra que en la Argentina no todo está perdido. En el deporte, por lo menos, gana el mejor preparado. Algo que, en otros ámbitos (los de la política y la educación, sobre todo), ya no sucede ni remotamente. Es duro admitirlo, pero hace tiempo que en nuestro país no ganan los merecedores, sino los astutos.
En una nota publicada días atrás por La Nación, el experto Conrado Estol aseguró que la causa de todos los males argentinos es la ausencia de "meritocracia". Este término, que se originó en 1958, se refiere al sistema en el que los talentosos son elegidos por sus logros. En otra definición, la meritocracia es el liderazgo seleccionado sobre la base de criterios intelectuales. "La corrupción es hija dilecta de los sistemas no meritocráticos y madre gestora de aquellos que adulan a los que lideran estos sistemas. Por contrapartida, la meritocracia se convierte en el arma más efectiva contra la corrupción. Cuando los empleados de un sistema obtienen sus puestos por mérito, cuando los más idóneos son los que toman decisiones, cuando los premios y castigos van a quienes los merecen, entonces las coimas, los gestores, los atajos, los favores y las excepciones tienden a desaparecer. La cuestión es por qué estas piezas claves en la génesis de la injusticia son deporte nacional en nuestro país. Simple: es la falta de meritocracia", aseguró Estol.
Esta reflexión encaja como anillo al dedo cuando se busca una explicación también para los males tucumanos. Desde los primeros grados de la escuela primaria y hasta las últimas cátedras de la universidad, el hacer mérito se ha vuelto hoy un esfuerzo inútil, una suerte de desperdicio de energía; energía que muchos prefieren utilizar de otra manera. En las aulas (públicas y privadas), por ejemplo, estudiar como Dios manda ya no es un mérito, porque igualmente todos van a pasar de curso... hayan estudiado o no. Y, para acceder a un cargo en la función pública ya no hace falta hacer carrera: basta con tener una cuña política o algún amigo sentado en una banca para que las puertas se abran de par en par. El trabajo digno, tampoco es meritorio: se puede cobrar planes sociales y llegar a fin de mes sin hacer esfuerzo alguno. Mientras tanto, en Tucumán hay médicos probos que acampan en frente a la Casa de Gobierno, porque no tienen otra forma de reclamar lo que merecen.
El mérito es un bien escaso. Hasta en la publicidad que difundida por TV (sobre todo de celulares o bebidas) se promociona la imagen del argentino pícaro, que gana todo gracias a la ley del mínimo esfuerzo. Pareciera que en esta Argentina posmoderna ha prosperado la métafora de la "trampa gloriosa"; aquella que inauguró Maradona en ese histórico partido contra los ingleses. Justamente aquella "mano de Dios" es considerada por Estol como la viva imagen de la antimeritocracia. Y hoy representa el sello de un país que sigue divagando entre lo que quiere ser y lo que realmente es; entre lo que fue y lo que ya nunca será.
"Es una cosa bastante repugnante el éxito. Su falsa semejanza con el mérito engaña a los hombres", escribió Víctor Hugo (1802-1885) autor de "Los miserables". Y es que esta falsa postura del éxito sin mérito está generando una sociedad bastante distinta a la que supieron forjar los inmigrantes. Herederos de valores que han sido olvidados, esos abuelos lo dieron todo para hacerse merecedores del país que les abrió las puertas. Sin embargo, en un paradigmático giro de destino, esos mismos inmigrantes reciben hoy como recompensa una jubilación de hambre y la cachetada de saber que aquellos valores cultivados con celo fueron arrastrados por el viento de los tiempos.